viernes, 26 de junio de 2009

Esciros, Capitán (Mitos de Ptölinéa)

Desde la costa gris podía verse el faro Okoros, lejos de cualquier villa o ciudad. Era el borde marino deshabitado de Laudre, uno de los pocos sectores que sus habitantes no habían colonizado, por ser un litoral infértil y de clima hostil. Hasta hace dos siglos atrás Okoros era una ciudad cárcel, sólo habitado por los condenados y los guardianes de las puertas, hasta que perecieron por la repentina flama de un incendio del que nunca se supo el origen. De la antigua fortaleza sólo quedaron negros escombros y cenizas que se esparcieron, mezclándose con el gris natural del sombrío litoral.
Esciros, capitán de la VII escuadra de exploración, miraba la distante y antigua estructura en medio del gris litoral mientras pensaba que era ya el momento de alejarse de la costa y volver. Un informe de “Sin riesgo” debía –por suerte- ser enviado por el heraldo a la compañía. Además, no era un paraje en el que uno pudiera pernoctar ni abastecerse; las cenizas aún estaban suspendidas en el aire marino, y se respiraba aún en la arena. Observaba a la penumbra del crepúsculo gris los cascos amenazantes del resto de los hombres con la leve impresión de que lo acechaban (el yelmo cubría las caras hasta la nariz y también las mejillas, de forma que los ojos eran cuencas negras y la línea de la boca no se distinguía); eran estatuas con expresión luctuosa, pero rápidamente salió de tal ilusión con un estremecimiento y les habló.
La decisión fue bien recibida por los hombres, quienes ya ansiaban descansar frente a un buen fuego y una buena comida de campaña, lejos de esa playa, por lo que se pusieron en camino de inmediato, a pesar de no haber dormido desde hace tres noches seguidas. Tenían que subir un escarpado acantilado para salir de la playa, que a casi un kilómetro al sur del faro se dividía para dar paso a la desembocadura del Cifrenes, el río más grande y de mayor extensión en Laudre, que al llegar al mar se transformaba en una cuenca profunda cuyas paredes lo ocultaban prácticamente a la luz del sol; nada de hierba crecía, y tampoco se sabía de animales que vivieran allí.
Subieron por la pared sur de la desembocadura, tratando de llegar a la cima antes que anocheciera; sin embargo, algo los retuvo a mitad de camino. Vieron la barca.
De niños, todos los hombres de la compañía habían oído hablar de la barca tripulada de dementes sin rumbo que bajaba el Cifrenes hacia ningún lugar. Era la leyenda que explicaba el deplorable destino de las empresas mal hechas, o de hombres apóstatas que insistían en llevar una vida rebelde y desobediente de los modos de Laudre, nación grande y de personas de gran voluntad, conquistadores o sabios. La idea de que “ningún lugar” era la deshabitada Okoros, y que en ese momento la estaban pisando los llenó de angustia y una desagradable sensación de desolación. Podía ser una barca cualquiera, que tratara de llegar a la desembocadura, llevada por soldados, pero aún a la menguante luz del crepúsculo pudieron ver que sus tripulantes, sentados, se agitaban balanceándose hacia atrás y adelante, con la mirada distorsionada y fija hacia ningún lugar, algunos murmurando lamentos, otros catatónicos y quietos en posturas incómodas. Nadie llevaba la barca, nadie remaba, nadie la dirigía, sólo se movían hacia la costa con la corriente, chocando de vez en cuando con salientes rocosos de la rivera y avanzando hacia ningún lugar.
Se quedaron mirando el esquife hasta que traspasó la boca del río y remontó el mar, perdiéndose finalmente en el horizonte, hundida en el sol rojo del atardecer. Mientras tanto, el cielo ya se había oscurecido para cuando los hombres pudieron despegar la vista del mar, y la escalada se hizo así más pesada, con una carga que no traían al principio. Esciros tuvo que presionarlos desde la retaguardia de la fila, para que llegaran de una vez a la cima del acantilado. Una vez arriba encontraron un pequeño prado donde crecía una hierba corta y casi seca; en medio de ella se levantaba un árbol grande y seco, pero sus ramas estaban intactas. Decidieron pasar la noche alrededor del árbol, prendiendo un fuego y sacando las provisiones; no había de que preocuparse, puesto que al alba partirían de vuelta al noreste, para volver a reunirse con la compañía.
El heraldo consumió algo de comida y bebida antes de dormir un par de horas para partir antes que el resto; las buenas noticias momentáneas debían transmitirse siempre antes del alba, para recibir nuevas órdenes. De verdad sorprendía que aún los terrores del Dióscuro no quisieran llegar desde esta costa a Laudre, por lo que parecía que la guerra comenzaría desde el este, a menos que decidieran entrar desde los puertos fortificados.
Avanzada la noche, el heraldo finalmente preparó su equipo y montó su caballo para partir hacia el puesto de avanzada en el noreste, mientras el resto dormía, exceptuando el capitán y el vigía de turno. Esciros miraba al heraldo partir en la oscuridad cuando de pronto, un poco hacia el este del campamento, a lo lejos, divisó una tenue luz anaranjada. Solitaria al parecer, llamó la atención con inquietud del capitán, quien, un poco dudoso al principio, resolvió partir hacia el resplandor para verificar su origen, y si efectivamente no iluminaba el campamento de nadie.
Decidió partir solo, con cautela, puesto que si se trataba de la fogata de alguien hostil estaría en serios problemas, y probablemente sus hombres no alcanzarían a escuchar sus gritos desde allí; a pesar de este pensamiento siguió solo, como si fuera una tarea asignada sólo a él, como capitán ¿o tal vez un mensaje del enemigo, que sólo él podía escuchar?-pensó de pronto-. Pero alejó esta idea luego, cuando ya llevaba unas cincuenta varas recorridas y la luz se veía más clara y grande.
Estaba a casi la mitad del camino y ya podía ver que alrededor del resplandor no había ninguna criatura-al menos de las que son visibles-. Tampoco podían estar ocultos, puesto que era un terreno completamente plano en un radio de aproximadamente trescientas varas, por lo que al menos la presencia de soldados estaba descartada, aunque no estaba por ello más tranquilo; lejos de Laudre, existen diversas cosas que temer en Ptölinéa, otras que soldados del Dióscuro.
Finalmente llegó al lugar del resplandor. De hecho era un fuego, pero no se trataba de una fogata; era un solitario árbol pequeño, del tamaño de un hombre, que estaba quemándose desde hacía muy poco y todavía estaba en pie, aunque no le quedaba mucho tiempo. Esciros trató de encontrar algún rastro del posible incendiario, pero no había huellas de ningún tipo alrededor; simplemente no hubo ni había nadie allí, se dio cuenta, y con este descubrimiento se quedó mirando perplejo el árbol en llamas, hasta que después de un tiempo que no supo determinar, aquél cayó, consumido por el fuego devorador, y la luz comenzó a menguar.
Cuando las llamas se apagaron, unas pocas brasas quedaron resplandeciendo con el mismo color anaranjado. Esciros notó que ellas estaban dispuestas de tal modo que formaban figuras, las que pronto reconoció con sorpresa como caracteres de la lengua de Laudre. La sorpresa se convirtió en espanto cuando leyó lo que rezaban los caracteres. Los rescoldos le daban un terrible mensaje:

“Siete hombres menos para Laudre, o siete esclavos para aquél que reina en las entrañas de la tierra”

No había forma de saber cómo el mensaje había llegado allí, y probablemente era lo que menos había que temer, pensó Esciros estupefacto ante la visión. Simplemente, después de apagarse estas últimas brasas, echó a caminar volviendo sobre sus pasos, mientras trataba de pensar sobre el significado de las palabras que vio, tratando de decidir si lo que había visto era real o no. Sin duda, la vista de la terrible barca lo había trastornado, al igual que a sus hombres, lo que podía haberlo dejado susceptible a cosas como esta, muy propia tal vez de un lugar como éste, al que ningún Lauredriano volvió durante siglos, probablemente por el temor a la misma tierra. Sin embargo, la evidencia de la realidad de la barca, lo hizo pensar en la realidad de la visión, y la infinitud de las posibilidades de que algo podía pasar.
Decidiéndose por esto último, el capitán se dio cuenta de lo terrible que estaba pasando. Algo los estaba mirando, el mismo Dióscuro quizá, para espantar a los vigías de Laudre: a los 7 vigías, tal cual cuantos eran, y su capitán. O tal vez no era siquiera una amenaza, sino que lisa y llanamente un aviso; el Dióscuro quería tomarlos por esclavos, y si no lo lograba, los mataría cruelmente, con toda probabilidad. Pero ¿Cómo? ¿Desde la tierra expelería brazos pestilentes e inmensos para atraparlos?
Había muchas formas de las que el oscuro podía valerse para matar hombres, ya había sucedido antes, en tierras áridas sobre todo, natural para él. Esciros, asumiendo mientras caminaba lenta y ominosamente hacia el campamento la realidad del peligro en que se encontraban, comenzó a pensar en las muertes de soldados anteriores en manos de las artes del enemigo, engañosas algunas, directas otras, y todas crueles.
Esciros escrutó todo el terreno que los rodeaba: llano, sin accidentes ni grutas, ni un solo monte ni gruta hasta muchísimas varas hacia el este, casi llegando al puesto de avanzada; esconderse era imposible. La escapatoria era probable, mas, saber hasta donde llegarían para encontrarse a salvo era como arrojar una piedra al vacío; estaban lejos de todo, y era mucho más probable ser interceptados a mitad de camino, si estaban siendo amenazados por el señor de la tierra.
No obstante estas reflexiones, pocas obras del Dióscuro operan de forma directa, y un embrujo de este tipo no es siempre lo que parece; su principal objetivo por lo general es obnubilar el espíritu de los hombres y hacerlos decender hasta los pozos más oscuros del pensamiento, para descansar cómodamente en los lechos de la desesperanza, donde la vida parece un recuerdo o una meta lejana y superflua. Pero esto nunca lo llegan a saber sus víctimas, quienes, a menos que cuenten con alguna protección o cura, terminan muertas, desvanecidas o seducidas por los poderes subterráneos.
El capitán, al verse entonces acorralado, sin opciones, comenzó a perder la frialdad de la razón, y al final una sola idea poco a poco se formó en su mente para abarcarla casi por completo, una idea siniestra, pero tal vez la única posible solución. La opción que quedaba no era otra que interpretar literalmente el mensaje. Ni sus hombres ni él se convertirían en esclavos del subterráneo, no por voluntad; tampoco sin ella. Esciros no entregaría a sus hombres a los tormentos bajo tierra de los que pocos, en leyendas casi, lograron escapar.
Derrotado entonces, pero resuelto, comenzó a caminar mas rápido hacia el campamento. Allí la fogata aún ardía, y los hombres dormían el corto sueño del deber, aunque profundamente, y nada se escuchaba alrededor, salvo el romper de las olas contra la costa, allá abajo. Se detuvo a mirarlos, sintiéndose responsable de su porvenir, diciéndose nuevamente que no los entregaría como esclavos-sacó su espada-; eran preferibles siete hombres menos para Laudre.
Con esta idea, Esciros ejecutó su terrible y vergonzosa labor; cada uno de sus soldados fue muerto por su espada, silenciosamente al principio, y luego que los últimos dos despertaran, tuvo que hacer una corta lucha de resistencia contra ellos, hasta que su arma terminó en el pecho del último, mientras gritaba y derramaba lágrimas de vergüenza y desesperación.
Ya estaba hecho. La espada goteaba sangre en la misma cadencia que su agitado corazón; el silencio volvió a caer pesadamente sobre el campamento y Esciros volvió sobre su mente, dándose cuenta de que no soportaría cargar con este peso terrible en su espíritu, mancillado finalmente por El Subterráneo, pero pensando aún que la decisión fue la correcta. Sus hombres murieron como soldados; él viviría como un espectro el resto de su desdichada vida.
Ahora sabía el paso siguiente, el último que daría; tenía en ello la misma determinación que para matar a sus soldados. Se encaminó hasta el borde del barranco del Cifrenes, bajó la accidentada rivera hasta llegar al fondo, y esperó. Pasaron las últimas horas de la noche y el cielo se volvía gris cuando apareció. Lenta, errática, oscura y ominosa llegó la barca, que accidentalmente se detuvo unos momentos por un recodo de la rivera justo donde esperaba Esciros, bañado en sudor y sangre. “El último camino de los desesperados”-dijo en voz alta mientras se embarcaba, y los únicos dos tripulantes apenas reaccionaron con un gesto o una mueca de incomodidad. Uno de ellos se apartó, como haciendo un espacio a Esciros-sólo un extraño más- y éste lo ocupó, después de empujar con un puntapié la barca, sacándola del bajío.
La barca avanzó por la desembocadura para salir al mar, avanzando a la deriva, pero extrañamente en línea recta, como si supiera su ruta y destino. Tal vez lo haya. Pero Esciros, capitán de la VII escuadra de exploración ya no se lo preguntaría, ni pensaría en nada más, por el resto de su vida.
Al desaparecer la barca en horizonte, con el sol levantándose sobre las colinas del este, un grupo de velas grises apareció desde el sur. Cascos también grises con mascarones de proa escarlata se encaminaron hacia el litoral buscando puerto; una flota amenazante de barcos enemigos desembarcaba en Okoros, mientras nadie del reino presenciaba la inevitable caída del Dióscuro sobre Laudre.

5 comentarios:

Master dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Master dijo...

¡Horrible!

Pex miserable, sigues llenando de cuentos horribles todo lo que tocas!

Me agrada apreciar la llegada del horror sutil a los Mitos de Ptölinea, ¡larga vida al tejedor de pesadillas!

Geo dijo...

un tono inquitante y desesperanzado... ciertamente tienes un estilo que se esta difiniendo...

ojala continues dando a luz las lugubres y luminosas historias de la tierra de Ptolinea

hamerhelm dijo...

Gracias por sus comentarios...
Si, es horrible, a veces no puedo evitarlo, pero lo venia pensando hace meses, y por fin tuvo forma
Si, creo que este es mi estilo, por ahora; me gusta, pero me gustaria despues emplear un tono un poco más épico; cuesta, pero lo verán...
Gracias

cotetuga dijo...

desconcertante, sorprendente; en realidad hace falta un cambio mental y cultural para estar al tanto de tanto léxico y geografía con el objeto de perderse en la marasma de esta nueva realidad para mi. Sugiero, Shotokin, con mucha humildad y modestia, adjuntar el mapa con las coordenadas para situarse en este antiguo y nuevo mundo. Me pierdo en la maraña de esta jungla dialéctica y hube de recurrir a la mayeútica para desentrañar el misterio de tan desentrañable realidad